Coflictos colectivos que suponen modalidades de gestión autodeterminadas por los trabajadores

CONFLICTOS COLECTIVOS QUE SUPONEN MODALIDADES DE GESTION AUTODETERMINADAS POR LOS TRABAJADORES.

 

Casos de “trabajo selectivamente diverso del requerido por el empleador”; “trabajo arbitrario” o de “huelga activa, al revés o a la japonesa”.

 

Dr. Jorge Rosenbaum Rimolo

 

1.         El poder de dirección.

 

En el nivel de las relaciones individuales del trabajo, el trabajador se inserta en una organización empresarial técnica y administrativa y se subordina a un poder de dirección que debe organizar ese trabajo. Esa constituye una potestad o derecho puesta en cabeza del empleador.

 

Como afirma Raso Delgue, todo accionar colectivo humano, requiere un centro directivo que encauce, organice, dé un criterio y fije un fin a ese accionar. En la actividad empresarial, la dirección del trabajo es un fenómeno que por su misma naturaleza, no puede suprimirse. La realidad de este hecho, de por sí evidente en una economía de mercado, está ligada a la realización del trabajo en conjunto (“El poder de dirección en la empresa”, en Catorce estudios sobre la Empresa, Montevideo, 1984, pág. 223 y sigs.).

 

Si se concibe a la empresa como la organización de trabajo colectivo subordinado (conf. Montoya Melgar, El poder de dirección del empresario, Madrid, 1965, pág. 103 y sigs.; Raso Delgue y Mangarelli, “Apuntes sobre la noción de la empresa en el derecho del trabajo”, en RDL N° 110, 1978, pág. 163), el poder de dirección constituye un elemento esencial de la misma, que se confunde con su propia definición, al ser la condición primera para dar cohesión a esa yuxtaposición de trabajo subordinado. La existencia de una pluralidad de trabajadores subordinados debe estar organizada, porque ese trabajo carece de valor autónomo.

 

Se han dado diversas perspectivas sobre el origen y justificación de la subordinación.

 

Entre ellas, se destaca la interpretación de Santoro-Pasarrelli, para quien la subordinación es una consecuencia de la participación del trabajador en la organización que dirige el empleador, por tratarse aquella de una necesidad técnica organizativa, determinada y ligada a la prestación del trabajo. La incorporación del trabajador a la empresa, determina el sometimiento de su actividad personal (como obligación que dimana del contrato), la prestación con fidelidad y buena fe (como obligación complementaria) y la sujeción a la dirección y disciplina establecidas por el empleador (como obligaciones instrumentales), todo ello debido a la exigencia de la organización del trabajo (Nozioni di Diritto del Lavoro, Nápoles, 1985). 

 

Sin embargo, desde un punto de vista funcional, se ha entendido inversamente que es el contrato de trabajo el que crea la organización de trabajo. En este sentido, se atribuye a Persiani la idea de que siendo el contrato un instrumento idóneo para lograr la satisfacción de los intereses de las partes, debe considerarse que la organización del trabajo sería un efecto del propio contrato, en la medida que la obligación de trabajar en forma subordinada y fiel, constituye la estructura de tal organización y permite satisfacer el interés del empleador a la realización de la misma. Lo que equivale a decir: a la coordinación de la actividad laboral (Contratto di lavoro e organizazzione, Padua, 1966, citado por Rivas, La subordinación, criterio distintivo del contrato de trabajo, Montevideo, 1996, pág. 71).

 

Cualquiera sea la justificación que se acepte sobre el tema, jurídicamente surge claro que la subordinación representa el aspecto pasivo del poder de dirección que posee el empleador. Como señala Monzón, este último, como organizador y responsable de la conducción de la empresa, tiene la responsabilidad de la dirección de la misma. Y esa responsabilidad engendra lógicamente el deber correlativo de los trabajadores de acatar sus directivas, ya que si no existiera la obligación de cumplirlas, aquel poder sería puramente nominal e ineficaz (“Sobre el concepto y alcance de la subordinación”, Rev. Derecho del Trabajo, Buenos Aires, 1949, cit. por Plá Rodríguez, Curso de Derecho Laboral, t. II, vol. 1, Montevideo, 1991, pág. 24).

 

El trabajador asume una obligación esencial (la prestación del servicio), así como otras obligaciones secundarias, entre las cuales Plá Rodríguez precisamente señala: a) la obligación de obediencia; b) la obligación de fidelidad; c) la obligación de colaboración; d) otras obligaciones morales.

 

La prestación laboral, en lo que al punto de la obligación de obediencia refiere, implica no sólo trabajar con la diligencia normal (intensidad, cuidado y esmero apropiados), sino asimismo acatar la disciplina interna, respetar las normas del reglamento interno y disposiciones similares, cumplir las órdenes e indicaciones concretas del empleador y/o de otros trabajadores en quienes éste ha delegado funciones de dirección y contralor. Como afirma el mismo autor, pero con otras palabras: “el trabajador debe cumplir las decisiones de sus superiores jerárquicos”.  Respecto de la fidelidad, se destacan todos aquellos deberes que implican abstenerse de todo acto que pudiera perjudicar a la empresa, mientras que la colaboración se resume en la idea de cumplir todos aquellos actos que tiendan a la protección de los intereses del empleador (ob. cit., págs. 147 y 151).

 

Correlativamente, es de señalar que también se generan una serie de obligaciones del empleador, no sólo en cuanto a remunerar el trabajo prestado, sino a poner a disposición de los trabajadores los materiales e implementos necesarios, a respetar la dignidad personal de los mismos, así como la independencia de su conciencia moral y cívica y a proteger su integridad física.

 

2.         La afectación del poder de dirección por medidas de conflicto colectivo.

 

Sin perjuicio de estos señalamientos generales, podemos afirmar que existe coincidencia acerca de que, en el ámbito de las relaciones colectivas de trabajo, algunas de aquellas premisas pueden verse alteradas en lo sustancial, por efecto de la adopción de medidas de conflicto colectivo (como la huelga o el lock out).

 

Pese a la “aprehensión” jurídica de la huelga como fenómeno de hecho, y más aún, a su reconocimiento como derecho en la mayor parte de las constituciones nacionales y normas internacionales, se plantea con cierta frecuencia el grave problema sobre la coexistencia del conflicto colectivo y de otros derechos igualmente relevantes, incluso muchos de ellos consagrados al mismo nivel (conf. Reynoso Castillo, “De la huelga al derecho de huelga”, en La Huelga, un estudio internacional, Universidad Centro Occidental Lisandro Alvarado, 1993, pág. 62 y sig.).

 

De todos modos, comencemos por recordar que prácticamente en todos los ordenamientos nacionales, la huelga es concebida como una mera suspensión del curso del  contrato de trabajo, por lo que también es posible verificar que muchas de las obligaciones laborales tan sólo se interrumpen temporalmente (en especial, la prestación del trabajo y el pago del salario correspectivo), mientras otros deberes continúan subsistentes en toda su intensidad y esto ocurre aún durante la suspensión del vínculo.

 

Sin embargo, se torna relevante establecer cómo repercute lo antedicho sobre el poder de dirección del empleador y, fundamentalmente, la posible configuración de situaciones que sobrepujan el marco de subsistencia de la relación de trabajo.

 

Esta determinación surge en el caso concreto de la huelga, apenas se caracteriza a la misma como un fenómeno de hecho, que adopta la forma de una omisión voluntaria y transitoria del trabajo, de carácter colectivo, con una finalidad de reclamo o protesta (Plá Rodríguez y Couture, La huelga en el derecho uruguayo, Montevideo, 1951, pág. 81 y sigs.).

 

Las diferencias de opinión o de soluciones normativas desembocan en el ámbito de la diferenciación y calificación acerca de la licitud o ilicitud de la “huelga típica” y la “huelga atípica” (conf. Ermida Uriarte, Apuntes sobre la huelga, Montevideo, 1995, pág. 36).

 

No obstante, parece compartible que en la medida que la huelga supone una omisión de trabajo, el hecho de dejar de realizar la prestación de tareas a que está obligado cada empleado en virtud de su relación individual de trabajo, apareja de por sí una limitación jurídicamente admisible al ejercicio del poder de dirección del empleador.

 

Y ello ocurre así porque el trabajador su sustrae voluntariamente de la esfera de la relación contractual, suspendiendo la prestación de actividad y asumiendo el sacrificio de no generar salario.

 

Se ha señalado que el derecho de huelga produce, durante su ejercicio, “el efecto de reducir y en cierto modo anestesiar, paralizar o mantener en una vida vegetativa, latente, otros derechos que en situaciones de normalidad pueden y deben desplegar toda su capacidad potencial” (Sent. del Tribunal Constitucional español N° 132 de 28/9/92, citada en “Derecho de huelga y conflictos colectivos. Estudio crítico de la doctrina jurídica”, AA.VV., coordinado por Monereo Pérez, Granada, 2002, pág. 358).  Según los autores, este pronunciamiento implica que durante la situación de huelga, el empresario puede continuar utilizando sus poderes directivos, pero no con la misma finalidad a que obedece su utilización en momentos de normalidad laboral.

 

Sin perjuicio de reconocer las limitaciones que muchas veces estipula el derecho positivo comparado, hemos tenido ocasión de adherir a las posiciones que se apartan de la concepción restrictiva del ejercicio del derecho de huelga y reconocen los medios corrientemente denominados “atípicos” de conflicto. El trabajador que realiza huelga, en suma, no se limita simplemente a dejar de trabajar y volver a su casa. Los trabajadores pueden materializar el conflicto bajo las más diversas modalidades de acción sindical: omisión o recusa, interrupción total o parcial, alteración del modo de trabajar, negativa a realizar horas extras, entre tantas formas derivadas del dinamismo contemporáneo del ejercicio de la huelga (Cursos de Derecho Colectivo del Trabajo II, dictados en la Especialización y Maestría de la Escuela de Posgrados entre1996 y 2004; Curso para Graduados en Relaciones Laborales, “Los conflictos colectivos de trabajo”, Facultad de Derecho, 2002).

 

Como lo señalan Ghezzi y Romagnoli, a los efectos de aplicar o no la constitución o la ley, no corresponde establecer una elaboración ideológica, porque ésta supondría como punto de partida, la definición apriorística de conceptos o elementos no definidos por aquellas normas. Es necesario analizar, caso a caso, la correspondencia o no del hecho de la huelga bajo el vigor y la tutela de la norma. La respuesta que corresponde dar no es, en suma, aquella que en vano se alude cuando se debe escoger una opción dentro del dilema “huelga sí” o “huelga no”, sino aquella que satisface la exigencia de respeto más vasto de los intereses constitucionalmente protegidos. Por lo tanto, la cuestión pasa, en cierto modo, por precisar la “huelga cómo” (o sea, cómo se ejerce el hecho de la huelga) (Il diritto sindacale, Bologna, 1992, pág. 204).

 

No parece posible predeterminar por sí mismas y para siempre, cuáles formas de lucha social colectiva integran el concepto o noción de huelga; un planteo de esa naturaleza se tornaría simplemente dogmático.

 

De allí que autores como Camerlynck y Lyon-Caen sostengan que toda forma de acción que los trabajadores reconocen como huelga, debe considerarse como tal, en la medida en que básicamente que reúna tres elementos: un motivo de descontento; una decisión concertada y una interrupción del trabajo (Derecho del Trabajo, traduc., Madrid, 1974, pág. 472)..

 

3.         La posible afectación del poder de dirección por medidas de acción colectiva.

 

Sin embargo, son muchas las opciones legislativas que califican expresamente las modalidades de acción gremial que se apartan del modelo legal de huelga, como conflictos “ilícitos”. Por su carácter paradigmático, puede citarse el Real Decreto Ley de Relaciones de Trabajo de 1977 en España, que incluye las huelgas políticas, de solidaridad o apoyo, las que alteren lo pactado en un convenio colectivo, las huelgas rotatorias, las efectuadas por trabajadores ocupados en sectores estratégicos, las huelgas celo o reglamento, e incluso “los actos de alteración colectiva en el trabajo, distintos de la huelga”.

 

De todas formas, le ha correspondido a la jurisprudencia y a la doctrina establecer criterios interpretativos a los que deben someterse las calificaciones legales. Por ello,  y pese a la intención prevalente de prescindir de ataduras formales o reglamentarias que siempre restringen el ejercicio de los derechos, en los hechos se imponen las valoraciones apreciativas que varían, incluso, en función de la casuística.

 

Importantes sectores del juslaboralismo rechazan la calificación de distintas modalidades de acción como huelga, siendo más adecuado entenderlas como conflictos “impropios”, ajenos a toda tutela jurídico legal y susceptibles de configurar un abuso de derecho, o como conflictos “ilícitos”, pasibles de generar responsabilidades y sanciones legales.

 

En este orden de ideas, al efectuar un estudio comparativo sobre “Los derechos laborales en Gran Bretaña y en Europa” (traducido en Col. Informes y Estudios Nº 10, MTSS, Madrid, 1994, pág. 407 y sig.), Lord Wedderburn señala que los jueces italianos, por ejemplo, han generado una evolución progresista respecto de la jurisprudencia restrictiva del pasado y que la huelga a mediados de los años 90 ha pasado a incluir “… cuantas formas de acción quepan dentro del significado del concepto que proviene del lenguaje corriente en su contexto social”, pero siempre que el paro no infrinja derechos constitucionales paralelos. Si el daño causado por ciertas huelgas –como aquellas articuladas o en las que los trabajadores insisten en trabajar contra la voluntad del empresario- afecta la productividad o integridad de la empresa, los trabajadores pueden vulnerar los derechos constitucionales del empresario y dejar de disfrutar de protección.

 

Refiriéndose a modalidades duras de conflicto, como el trabajo prestado con menor diligencia a la normal y la no colaboración, prestigiosos autores italianos afirman que si bien con una óptica civilista se ha entendido que constituyen un ilícito, una integración “de buena fe” no debería negar que la obligación de trabajar sea caracterizada por una cierta elasticidad, esto es, que comprenda cuanto es necesario a fin de que la prestación debida sea verdaderamente útil a su acreedor (Santoro Passarelli, Nozioni di Diritto del Lavoro, cit., pág. 68).

 

 Pero a la hora de examinar distintas formas de lucha sindical que no se limitan a una simple y pura abstención de trabajar (la ocupación del establecimiento, la huelga “blanca” -entendida como omisión de trabajar, brevísima, pero sin abandono del puesto-, la huelga intermitente –“a singhiozzo”- y la huelga al revés o a la japonesa), Ghezzi y Romagnoli expresan que quedan fuera de la concepción amplia de huelga, por tratarse de casos que evidentemente han de resolverse en sentido negativo, por implicar “… la inobservancia de las instrucciones para la ejecución del trabajo (art. 2104, num. 2°, Código Civil) y de trabajo voluntariamente diverso de aquél requerido” (ob. cit., pág. 250).

 

Ojeda Avilés analiza las modalidades de huelga activa o al revés, a la japonesa o de trabajo arbitrario, refiriéndose a estas formas como aquellas que suponen llevar la prestación laboral más allá de lo debido, fabricando por encima de las previsiones empresariales. Y señala que, en algunos casos, muy cercanos a la autogestión, su multiplicación por Europa en los años 60, puso de manifiesto hasta cuatro subtipos bien delimitados y con diferente intensidad:  (1)  la sobreproducción, fuera de órdenes, pero de colocación segura en el mercado; (2) la sobreproducción, fuera de órdenes, pero de colocación dudosa o difícil; (3) la sobreproducción, fuera de órdenes, por de colocación imposible por haberse fabricado fuera de homologación o defectuosamente; (4) la producción autogestionada, que supera el conflicto para buscar un “juego de suma cero”, sustituyendo al contrincante, lo cual implica ya una desposesión ilícita.

 

Sobre esta última variante, el autor cita los casos “Lip” en Francia y Paese Sera” en Italia, comentados respectivamente por Savatier (en Droit Social N° 5, 1975, pág. 236 y sigs.) y Falcone (en Riv. Trimm. D. Proc. Civ., 1976, pág. 337 y sigs.). Asimismo agrega el ejemplo español de la empresa “Altos Hornos del Mediterráneo”, en la que los trabajadores decidieron incumplir la orden de cerrar un horno y reducir la producción de acero en 1984; el conflicto se saldó con el despido de 200 trabajadores (Derecho Sindical, 1995, pág. 437 y sigs.).

 

En la doctrina alemana, Wolfang Däubler (Derecho del Trabajo, traducción, MTSS, Madrid, 1994, pág. 310 y sig.) se detiene a analizar casos similares, y por más que se pregunta si no estaremos ante un intento, jurídicamente adecuado, de cumplir en lugar del empresario la obligación que incumbe a los trabajadores, de continuar la producción en base al deber social asignado a la propiedad, llega a la conclusión que sólo en casos extraordinarios –como los que hipotéticamente ocurrirían si mediare un abandono voluntario de la propiedad por el empleador- se podría mantener la tesis de que aquellos trabajan por cuenta propia, sin incurrir en sanciones penales (por ej., por apropiación indebida).

 

Parece claro que aún sosteniendo un pensamiento amplio sobre los alcances del conflicto colectivo como manifestación de hecho, predomina el criterio de que las acciones que implican una asunción por parte de los trabajadores del poder de dirección respecto de su trabajo, potestad ésta que sólo resulta atribuible jurídicamente a la figura del empleador, no compatibiliza con el legítimo ejercicio de la huelga. 

 

Determinar que se trabaja, pero que no se cumplen las tareas indicadas por el empleador (o por quien está mandatado a representarlo), y realizar en cambio otras tareas autodefinidas unilateralmente por los propios trabajadores, supone pretender una sustitución en la gestión de la empresa y en el ejercicio del poder de dirección que únicamente le compete al empleador. Lo mismo ocurre cuando los trabajadores continúan produciendo por su propia cuenta o sobreproducen bajo su decisión unilateral, aún cuando ello acaezca con un objetivo de protesta.  

 

Estas formas de acción gremial desencadenan prácticas de autogestión del centro de trabajo por los propios trabajadores, que implican muchas veces la utilización indebida de medios de producción, materias primas, insumos e infraestructura de la empresa, al margen de la voluntad de su titular, así como la aplicación de una prestación laboral no requerida por el empleador en el marco del contrato de trabajo.

 

Estimamos que ello excede el ejercicio flexible de la huelga y, en tanto materialización de actos que escapan de la esfera jurídica de tutela de la acción sindical legítima, violentando incluso derechos de un tercero, se tornan ilegítimos y responsabilizan a quienes los practican.

 

Como se expresara, en la empresa –concebida como organización de trabajo colectivo subordinado- el poder de dirección constituye un elemento esencial de la misma; la relación de subordinación jurídica, supone precisamente la sujeción de los trabajadores a dicho poder directivo, que se le reconoce y atribuye al empleador. Precisamente, la subordinación representa un estado de dependencia del trabajador al poder de dirección del empleador.

 

Si bien compartimos que constituyen medidas legítimas no realizar o recusar el trabajo, interrumpir su prestación, alterarando el modo de trabajar, como acción de protesta o reivindicación colectiva, dicha legitimidad se desvanece cuando se pretende realizar un trabajo que los propios trabajadores auto determinan, librados a su exclusivo arbitrio y al margen de las directivas laborales prescritas por quien es el titular (excluyente) del poder de dirección de la empresa (esto es, el empleador).

 

Así como se reconoce la configuración de una ilegitimidad por los medios empleados en el desarrollo de los conflictos (utilización de violencia) o por el objeto (sabotaje), creemos que la realización de actos que suponen grados de autogestión o de sustitución o desplazamiento del poder de dirección respecto de quien es titular de su ejercicio, también tiñen de ilegitimidad la práctica de la medida sindical, que escapa –por tanto- al amparo del derecho.

 

Coincidimos con Plá Rodríguez cuando afirma que nuestra organización jurídica no admite la existencia de derechos absolutos o ilimitados, que todo derecho tiene sus límites y sus causes y, por consiguiente, que todo derecho puede ser objeto de un uso abusivo si en su ejercicio, el titular traspasa los límites lícitos.

 

El propio autor sostiene que el artículo 57 de la Constitución no puede ser un obstáculo para la valoración de las huelgas, aún cuando no se dicte una reglamentación legal; el artículo 332 establece que los derechos, facultades y deberes, no dejarán de aplicarse por dicha causa, debiéndosela suplir recurriendo a los fundamentos de leyes análogas, a los principios generales de derecho y a las doctrinas generalmente admitidas (Curso de Derecho Laboral, t. IV, vol. 2, Montevideo, 2001, pág. 84).